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Magisterio sobre amor, matrimonio y familia <br /> <b>Warning</b>: Undefined variable $titulo in <b>/var/www/vhosts/enchiridionfamiliae.com/httpdocs/cabecera.php</b> on line <b>29</b><br />
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[2144] • BENEDICTO XVI (2005- • NECESIDAD DE REDESCUBRIR LA BELLEZA DE LA VERDAD

Del Discurso Sono particolarmente lieto, a los Prelados Auditores y Oficiales del Tribunal de la Rota Romana con motivo de la inauguración del año judicial, 27 enero 2007

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Me alegra particularmente encontrarme nuevamente con vosotros con ocasión de la inauguración del año judicial. Saludo cordialmente al Colegio de prelados auditores, comenzando por el decano, monseñor Antoni Stankiewicz, al que agradezco las palabras con las que ha introducido nuestro encuentro. Saludo, asimismo, a los oficiales, a los abogados y a los demás colaboradores de este Tribunal, así como a los miembros del Estudio rotal y a todos los presentes.

Aprovecho de buen grado la ocasión para renovaros la expresión de mi estima y para reafirmar, al mismo tiempo, la importancia de vuestro ministerio eclesial en un sector tan vital como es la actividad judicial. Tengo bien presente el valioso trabajo que estáis llamados a realizar con diligencia y escrúpulo en nombre y por mandato de esta Sede apostólica. Vuestra delicada tarea de servicio a la verdad en la justicia está sostenida por las insignes tradiciones de este Tribunal, con respecto a las cuales cada uno de vosotros debe sentirse personalmente comprometido.

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El año pasado, en mi primer encuentro con vosotros, traté de explorar los caminos para superar la aparente contraposición entre la instrucción del proceso de nulidad matrimonial y el auténtico sentido pastoral. Desde esta perspectiva, emergía el amor a la verdad como punto de convergencia entre investigación procesal y servicio pastoral a las personas. Pero no debemos olvidar que en las causas de nulidad matrimonial la verdad procesal presupone la “verdad del matrimonio” mismo.

Sin embargo, la expresión “verdad del matrimonio” pierde relevancia existencial en un contesto cultural marcado por el relativismo y el positivismo jurídico, que consideran el matrimonio como una mera formalización social de los vínculos afectivos. En consecuencia, no sólo llega a ser contingente, como pueden serlo los sentimientos humanos, sino que se presenta como una superestructura legal que la voluntad humana podría manipular a su capricho, privándola incluso de su índole heterosexual.

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Esta crisis de sentido del matrimonio se percibe también en el modo de pensar de muchos fieles. Los efectos prácticos de lo que llamé “hermenéutica de la discontinuidad y de la ruptura” con respecto a la enseñanza del concilio Vaticano II (cf. Discurso a la Curia romana, 22 de diciembre de 2005: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 30 de diciembre de 2005, p. 11) se notan de modo particularmente intenso en el ámbito del matrimonio y de la familia. En efecto, a algunos les parece que la doctrina conciliar sobre el matrimonio, y concretamente la descripción de esta institución como “intima communitas vitae et amoris” (Gaudium et spes, 48), debe llevar a negar la existencia de un vínculo conyugal indisoluble, porque se trataría de un “ideal” al que no pueden ser “obligados” los “cristianos normales”.

De hecho, también en ciertos ambientes eclesiales, se ha generalizado la convicción según la cual el bien pastoral de las personas en situación matrimonial irregular exigiría una especie de regularización canónica, independientemente de la validez o nulidad de su matrimonio, es decir, independientemente de la “verdad” sobre su condición personal. El camino de la declaración de nulidad matrimonial se considera, de hecho, como un instrumento jurídico para alcanzar ese objetivo, según una lógica en la que el derecho se convierte en la formalización de las pretensiones subjetivas. Al respecto, hay que subrayar ante todo que el Concilio describe ciertamente el matrimonio como intima communitas vitae et amoris, pero que esa comunidad, siguiendo la tradición de la Iglesia, está determinada por un conjunto de principios de derecho divino que fijan su verdadero sentido antropológico permanente (cf. ib.).

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Por lo demás, tanto el magisterio de Pablo VI y de Juan Pablo II, como la obra legislativa de los Códigos latino y oriental, se han orientado en fiel continuidad hermenéutica con el Concilio. En efecto, también con respecto a la doctrina y a la disciplina matrimonial, esas instancias realizaron el esfuerzo de “reforma” o “renovación en la continuidad” (cf. Discurso a la Curia romana, cit.). Este esfuerzo se ha realizado apoyándose en el presupuesto indiscutible de que el matrimonio tiene su verdad, a cuyo descubrimiento y profundización concurren armoniosamente razón y fe, o sea, el conocimiento humano, iluminado por la palabra de Dios, sobre la realidad sexualmente diferenciada del hombre y de la mujer, con sus profundas exigencias de complementariedad, de entrega definitiva y de exclusividad.

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La verdad antropológica y salvífica del matrimonio, también en su dimensión jurídica, se presenta ya en la sagrada Escritura. La respuesta de Jesús a los fariseos que le pedían su parecer sobre la licitud del repudio es bien conocida: “¿No habéis leído que el Creador, desde el comienzo, los hizo varón y hembra, y que dijo: “Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne?”. De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre” (Mt 19, 4-6).

Las citas del Génesis (Gn 1, 27; 2, 24) proponen de nuevo la verdad matrimonial del “principio”, la verdad cuya plenitud se encuentra en relación con la unión de Cristo con la Iglesia (cf. Ef 5, 30-31), y que fue objeto de tan amplias y profundas reflexiones por parte del Papa Juan Pablo II en sus ciclos de catequesis sobre el amor humano en el designio divino. A partir de esta unidad dual de la pareja humana se puede elaborar una auténtica antropología jurídica del matrimonio.

En este sentido, son particularmente iluminadoras las palabras conclusivas de Jesús: “Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre”. Ciertamente, todo matrimonio es fruto del libre consentimiento del hombre y de la mujer, pero su libertad traduce en acto la capacidad natural inherente a su masculinidad y feminidad. La unión tiene lugar en virtud del designio de Dios mismo, que los creó varón y mujer y les dio poder de unir para siempre las dimensiones naturales y complementarias de sus personas.

La indisolubilidad del matrimonio no deriva del compromiso definitivo de los contrayentes, sino que es intrínseca a la naturaleza del “vínculo potente establecido por el Creador” (Juan Pablo II, Catequesis, 21 de noviembre de 1979, n. 2: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 25 de noviembre de 1979, p. 3). Los contrayentes se deben comprometer de modo definitivo precisamente porque el matrimonio es así en el designio de la creación y de la redención. Y la juridicidad esencial del matrimonio reside precisamente en este vínculo, que para el hombre y la mujer constituye una exigencia de justicia y de amor, a la que, por su bien y por el de todos, no se pueden sustraer sin contradecir lo que Dios mismo ha hecho en ellos.

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Es preciso profundizar este aspecto, no sólo en consideración de vuestro papel de canonistas, sino también porque la comprensión global de la institución matrimonial no puede menos de incluir también la claridad sobre su dimensión jurídica. Sin embargo, las concepciones acerca de la naturaleza de esta relación pueden divergir de manera radical.

Para el positivismo, la juridicidad de la relación conyugal sería únicamente el resultado de la aplicación de un norma humana formalmente válida y eficaz. De este modo, la realidad humana de la vida y del amor conyugal sigue siendo extrínseca a la institución “jurídica” del matrimonio. Se crea una ruptura entre derecho y existencia humana que niega radicalmente la posibilidad de una fundación antropológica del derecho.

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Totalmente diverso es el camino tradicional de la Iglesia en la comprensión de la dimensión jurídica de la unión conyugal, siguiendo las enseñanzas de Jesús, de los Apóstoles y de los santos Padres. San Agustín, por ejemplo, citando a san Pablo, afirma con fuerza: “Cui fidei (coniugali) tantum iuris tribuit Apostolus, ut eam potestatem appellaret, dicens: Mulier non habet potestatem corporis sui, sed vir; similiter autem et vir non habet potestatem corporis sui, sed mulier (1 Co 7, 4)” (De bono coniugali, 4, 4).

San Pablo, que tan profundamente expone en la carta a los Efesios el “gran misterio” (mustÖrion m+ga) del amor conyugal en relación con la unión de Cristo con la Iglesia (Ef 5, 22-31), no duda en aplicar al matrimonio los términos más fuertes del derecho para designar el vínculo jurídico con el que están unidos los cónyuges entre sí, en su dimensión sexual. Del mismo modo, para san Agustín, la juridicidad es esencial en cada uno de los tres bienes (proles, fides, sacramentum), que constituyen los ejes de su exposición doctrinal sobre el matrimonio.

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Ante la relativización subjetivista y libertaria de la experiencia sexual, la tradición de la Iglesia afirma con claridad la índole naturalmente jurídica del matrimonio, es decir, su pertenencia por naturaleza al ámbito de la justicia en las relaciones interpersonales. Desde este punto de vista, el derecho se entrelaza de verdad con la vida y con el amor como su intrínseco deber ser. Por eso, como escribí en mi primera encíclica, “en una perspectiva fundada en la creación, el eros orienta al hombre hacia el matrimonio, un vínculo marcado por su carácter único y definitivo; así, y sólo así, se realiza su destino íntimo” (Deus caritas est, 11). Así, amor y derecho pueden unirse hasta tal punto que marido y mujer se deben mutuamente el amor con que espontáneamente se quieren: el amor en ellos es el fruto de su libre querer el bien del otro y de los hijos; lo cual, por lo demás, es también exigencia del amor al propio verdadero bien.

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Toda la actividad de la Iglesia y de los fieles en el campo familiar debe fundarse en esta verdad sobre el matrimonio y su intrínseca dimensión jurídica. No obstante esto, como he recordado antes, la mentalidad relativista, en formas más o menos abiertas o solapadas, puede insinuarse también en la comunidad eclesial. Vosotros sois bien conscientes de la actualidad de este peligro, que se manifiesta a veces en una interpretación tergiversada de las normas canónicas vigentes.

Es preciso reaccionar con valentía y confianza contra esta tendencia, aplicando constantemente la hermenéutica de la renovación en la continuidad y sin dejarse seducir por caminos de interpretación que implican una ruptura con la tradición de la Iglesia. Estos caminos se alejan de la verdadera esencia del matrimonio así como de su intrínseca dimensión jurídica y con diversos nombres, más o menos atractivos, tratan de disimular una falsificación de la realidad conyugal. De este modo se llega a sostener que nada sería justo o injusto en las relaciones de una pareja, sino que únicamente responde o no responde a la realización de las aspiraciones subjetivas de cada una de las partes. Desde esta perspectiva, la idea del “matrimonio in facto esse” oscila entre una relación meramente factual y una fachada jurídico-positivista, descuidando su esencia de vínculo intrínseco de justicia entre las personas del hombre y de la mujer.

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La contribución de los tribunales eclesiásticos a la superación de la crisis de sentido sobre el matrimonio, en la Iglesia y en la sociedad civil, podría parecer a algunos más bien secundaria y de retaguardia. Sin embargo, precisamente porque el matrimonio tiene una dimensión intrínsecamente jurídica, ser sabios y convencidos servidores de la justicia en este delicado e importantísimo campo tiene un valor de testimonio muy significativo y de gran apoyo para todos.

Vosotros, queridos prelados auditores, estáis comprometidos en un frente en el que la responsabilidad con respecto a la verdad se aprecia de modo especial en nuestro tiempo. Permaneciendo fieles a vuestro cometido, haced que vuestra acción se inserte armoniosamente en un redescubrimiento global de la belleza de la “verdad sobre el matrimonio” –la verdad del “principio”–, que Jesús nos enseñó plenamente y que el Espíritu Santo nos recuerda continuamente en el hoy de la Iglesia.

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Queridos prelados auditores, oficiales y colaboradores, estas son las consideraciones que deseaba proponer a vuestra atención, con la certeza de encontrar en vosotros a jueces y magistrados dispuestos a compartir y a hacer suya una doctrina de tanta importancia y gravedad. Os expreso a todos y a cada uno en particular mi complacencia, con plena confianza en que el Tribunal apostólico de la Rota romana, manifestación eficaz y autorizada de la sabiduría jurídica de la Iglesia, seguirá desempe- ñando con coherencia su no fácil munus al servicio del designio divino perseguido por el Creador y por el Redentor mediante la institución matrimonial.

[Insegnamenti BXVI, III/1 (2007), 117-122]